Cuenta a tus hijos la historia de San Francisco de Asís

Cuenta a tus hijos la historia de San Francisco de Asís

A los niños les encantará escuchar la historia de San Francisco de Asís, un joven extraordinario que vivió en una época muy lejana, poblada de príncipes, trovadores y valientes caballeros, que desde sus corceles mágicos desafiaban al destino, empuñando espadas que cortaban el viento como si pudieran abrir con ellas el misterio del mundo.

Francisco, hijo de un rico comerciante de Asís, era como todos los jóvenes de su tiempo: amaba las fiestas, la música, el bullicio de la alegría fugaz. Su vida era un tapiz bordado con hilos dorados de juventud y despreocupación. Pero en el fondo de su alma —quizá desde siempre— una brisa distinta comenzaba a soplar, una brisa que no traía ruido, sino silencio. Un silencio que hacía preguntas.

Pronto comprendió que todas aquellas cosas, aunque brillaban como el oro, no llenaban el corazón. Porque hay una sed que el vino no calma, y un hambre que el pan no sacia.

Como cuenta Platón, en la "Apología de Sócrates":
“Una vida sin examen no merece ser vivida.”


Francisco comenzó entonces a examinarse, a buscar el sentido más allá de la apariencia, más allá de lo que el mundo aplaude.

En una noche misteriosa, justo antes de partir hacia las cruzadas, escuchó en sueños una voz que le invitaba a abandonar las vanidades del mundo para seguir la Verdad, el Bien, el Camino Justo.

Pero ¿qué es el Bien? ¿Y cómo reconocer el Camino en un mundo de caminos torcidos?

La respuesta no le llegó con palabras, sino con una visión: la Iglesia de Cristo estaba en ruinas, no solo en sus piedras, sino también en los corazones.

Fue entonces cuando comprendió su misión. Se despojó de todos sus bienes, devolviendo incluso sus ropas a su padre, y abrazó la pobreza como quien abraza una amiga antigua y fiel. Como dijo Epicteto, sabio estoico:
“La riqueza no consiste en tener grandes posesiones, sino en tener pocas necesidades.”

Francisco emprendió así una nueva vida: un largo sendero de privaciones, pero también de luz.

No buscaba gloria ni recompensas, sino ser eco de una voz más grande que él. Caminaba por valles y pueblos, vestido con harapos, a menudo con el estómago vacío, pero con el alma encendida. Hablaba a todos del amor que sostiene las estrellas, del susurro divino en el canto de los pájaros, del rostro de Dios escondido en los ojos del pobre.

Creía que cada criatura era su hermana, porque todo había nacido del mismo aliento divino.

Llamaba hermano al sol y hermana a la luna, y hablaba con los animales como si compartieran con él un antiguo secreto. En él se cumplía la bella intuición de Spinoza:
“Dios está en todas las cosas, y todas las cosas están en Dios.”

Su corazón era tan puro que logró amansar a un lobo salvaje, no con fuerza ni con miedo, sino con compasión.

Porque comprendía que el mal, muchas veces, es sólo dolor que no ha sido abrazado. Recordaba, quizá sin saberlo, las palabras de Confucio:
“Recompensa el mal con justicia, y el bien con amor.”

Francisco vivió como los grandes sabios: ligero de equipaje, libre de todo y lleno de todo. Su vida fue una poesía viviente, una oración sin palabras, un canto a la belleza escondida en lo simple. Como escribió Friedrich Nietzsche, en un raro destello de ternura:
“Quien ha alcanzado su ideal, se parece más a una estrella que a un hombre.”

Hoy en Italia se celebra a San Francisco, patrón de la nación. Pero más allá de las fronteras y los siglos, su historia sigue siendo un faro: un recordatorio de que la verdadera riqueza no está en lo que poseemos, sino en lo que somos capaces de entregar. Y que quizás, solo quien renuncia al mundo, logra al fin abrazarlo del todo.

(Giotto pintó esa magnífica obra)