STAND BY ME (dirección de Rob Reiner, 1986)
Mirando a los niños que disfrutan de sus últimos días antes de que empiece otra vez el año escolar, es fácil dejarse llevar por los recuerdos que se deslizan lánguidos detrás de esas sombritas vivaces y deliciosamente desordenadas, mientras una especie de duermevela nos precipita en el cómo éramos y en cómo hemos sobrevivido a épocas decididamente más "salvajes" que estas. En cierto sentido, por lo menos.
Cuando, con los ojos entrecerrados, desde un rincón sabiamente dispuesto para hacer frente al último calor, observamos a los peques corriendo —tal vez intrépidos e indiferentes al sol en su cenit, con una mochila al hombro—, la nostalgia puede congelar por un instante nuestras extremidades algo dormidas.
Porque esos meses de libertad son, para los chicos, algo especial: una especie de divinidad pánica que anima los cuerpos jóvenes y las mentes verdes como un elixir milagroso, capaz de hacerte creer que el mundo está allí, simplemente a un paso de tu incierta mano, y el calor, mientras sueñas, ni lo sientes.
El 8 de agosto de 1986, hace casi cuarenta años, se estrenaba en los cines Stand by Me, dirigida por Rob Reiner y basada en el relato de Stephen King The Body.
Para los adolescentes de la época fue una película importante, emocionante, por más de una razón.
El hecho de que estuviera basada en un texto de King, escritor de culto del momento, la hacía valiosa desde el principio, y la presencia en el reparto de River Phoenix —actor tan talentoso como controvertido, fallecido apenas siete años después en circunstancias grotescas— la volvía imperdible.
Quien haya tenido la suerte de ser niño hace al menos tres décadas, cuando el tiempo libre era a menudo un espacio de aburrimiento sano, que se llenaba de cosas tan banales como preciosísimas, habrá amado sin duda la historia de estos cuatro chicos de doce años que se hacen grandes en cuarenta y ocho horas, en los días cálidos de su despedida.
Quien la narra es el protagonista, Gordie, sobreviviente de un hermano que, al morir, se llevó consigo la atención y el afecto de sus padres, refugiado en una familia elegida compuesta por tres amigos, cada uno a su modo en “régimen de resistencia” frente al destino familiar que les tocó en suerte.
Historia más común de lo que se cree, con la diferencia de que hoy, frente a la soledad existencial, los más jóvenes no la combaten acudiendo a un mundo exterior hecho de relaciones significativas, sino refugiándose a menudo en una psicopatía virtual, encontrándose quizás mucho más solos que antes.
En una tarde abrasadora de 1956, en la pequeña ciudad de Castle Rock, Oregón, los protagonistas de nuestra historia dirán adiós a la infancia y darán sus primeros pasos hacia la vida adulta, tomados de la mano entre los senderos de un bosque del que regresarán profundamente cambiados.
“Solo estuvimos fuera dos días, y sin embargo la ciudad parecía distinta. Más pequeña”.
Cuando los aires acondicionados eran lujos para pocos, se buscaba la sombra, el viento, los árboles, esquivando casas abandonadas, pozos, peligros como vías sin vigilancia y calles sin luz.
Se salía a las nueve de la mañana para volver con la oscuridad, y responder “nada” cuando te preguntaban qué habías hecho, y “a ningún lado” a la pregunta de dónde habías estado.
Se jugaba a ser adultos sin pedir permiso y con una idea de los mayores más parecida a un cómic de superhéroes que a la, por lo general, mucho menos emocionante realidad.
Y estaba el amigo loco, al que salvabas de las tonterías sabiendo que quedarías como el aburrido; el que callaba, pero tú conocías su corazón; el que mejor si volvía tarde a casa, porque si no le esperaban golpes. Y duros.
Así, los protagonistas de esta historia, que con la excusa de buscar un cadáver en el bosque encuentran a sí mismos, gracias a la presencia de cada uno.
“Todo era perfecto. Nos conocíamos perfectamente a nosotros mismos y sabíamos exactamente lo que queríamos. Era un momento mágico”.
Quererse así, corriendo juntos y esperando ganar mientras deseas que tu amigo no pierda.
La tristeza que se siente de pequeño es paralizante, y tener amigos de verdad —que gritan, te pegan y huelen mal— te hace moverte de ese agujero al que, lamentablemente, siempre se regresa, porque uno se queda atrapado en cuanto cede, se cansa o se siente solo.
El amigo que cree en ti, que sueña contigo, que se alegra si lo logras. El amigo que te dice “stand by me” sin pronunciar palabra, tal vez incluso de espaldas, mientras retiene las últimas, maravillosas lágrimas de niño.
El reparto, la banda sonora y el tema de la historia hacen de Stand by Me un pequeño tesoro para volver a ver en esta época del año, tan alejada de los relatos del bosque —ya sea por las fotos de pies en el agua que hemos tenido que aguantar por todas partes, o por los demasiados ojos pegados a los teléfonos.
La sensación de libertad de las manos libres, solo una mochilita que abrir al sentarse en algún lugar, ningún mundo virtual haciendo “drin drin” por ninguna parte, son recuerdos malditamente nostálgicos que nos hacen parecer viejos. Pero, diablos, era realmente mágico.
O tal vez, como siempre, solo es el recuerdo el que ajusta las cosas y las hace mejores de lo que fueron. No importa: stand by me de noche, “hablando de todo lo que parece importante, hasta que descubres a las chicas”.
Tú, que sueñas con ir a un lugar donde nadie te conoce; el otro, que quiere ser un guerrero; ese otro más, que al final creyó a quien le predijo un mal final.
Desgarradora, en el filme, la historia paralela entre los chicos más pequeños y los hermanos mayores: los unos, en quienes ya se vislumbra lo que podrían llegar a ser, pero que todavía pueden cambiar de rumbo; los otros, ya irremediablemente marcados.
“Nunca más volví a tener amigos como los que tenía a los doce años… Jesús, ¿pero quién los tiene?”
Aprovechando estos últimos días de verano, no esperéis otro. Haced esa llamada.

