LA FORMA DEL AGUA (Guillermo del Toro, EE.UU. 2017)
Freaks de todo el mundo, esto es para vosotros (nosotros).
Una película que ver cuando el hartazgo por las sugerencias de páginas a seguir, entre varias influencers que te recomiendan el nuevo flequillo para el otoño (el mismo de cada año) y los cachas tatuados que guiñan a contraluz, se suman con tristeza al ya melancólico adiós del verano.
Pasando por alto las polémicas que proliferaron como hongos alrededor del éxito de esta producción, así como el mérito de haber ganado tanto, nos centraremos en por qué esta película se convertirá en un culto.
Del Toro tiene el coraje y la maestría de pedirnos que soñemos, que no olvidemos, que luchemos y no dejemos de creer que algún día la revancha de los “monstruos”, de los “irregulares verdaderos”, marcará una época.
Nos susurra, con sobrepeso y quizá medio borracho, que freak es bello y que la perfección solo puede coincidir con el mágico encaje de las diferencias, a la cara de la bonita familia americana wasp, toda tartas y sonrisas pero con la pistola bajo la almohada.
Un poco freak también él, con una biografía bastante compleja a cuestas, Del Toro es una especie de superhéroe de videojuego culto, ese con barriga pero con superpoderes capaces de aniquilar al ejército de gladiadores poderosos y definidos, esos sí, programados para ganar.
Él no está programado, improvisa como un genio, con la poderosa chispa de lo divino en dotación, gracias al cielo, a las personas inteligentes.
“El agua toma la forma de todo lo que la contiene en ese momento y, aunque el agua pueda ser tan delicada, también es la fuerza más poderosa y maleable del universo. También vale para el amor, ¿no es cierto? No importa hacia qué lo dirijamos, el amor sigue siendo el mismo ya sea hacia un hombre, una mujer o una criatura.”
Este cineasta tiene el gran mérito de contar un cuento para todos, que tal vez pueda hacer fruncir el ceño a los más sofisticados, que sin embargo lo harán equivocadamente, porque precisamente en la sencillez de su mensaje, este relato cándidamente alegórico nos levanta por un momento del suelo y nos recuerda la importancia de los sueños y los sentimientos cuando creíamos que el cinismo obligatorio estaba a punto de tumbarnos definitivamente.
La protagonista (la excelente Sally Hawkins), es una ex niña abandonada (como nos recuerda la etimología de su apellido, Esposito) a la que le cortaron las cuerdas vocales, y sin embargo en ella fluye el río más poderoso que existe, el del amor incondicional, libre y animal, libre de prejuicios y optimista, a pesar de todo.
Gracias a esta gran fuerza logrará salvar a la maravillosa criatura que corre el riesgo de ser aniquilada por una sociedad de verdaderos monstruos, hijos de ese conformismo americano racista y vulgar de los años 60 disfrazado de bienestar y progreso, que en realidad excluye y discrimina sin piedad.
Eliza, junto a su amigo Gilles (Richard Jenkins), artista de mediana edad, gay y ya “fuera de juego” en una América que avanza como una picadora de carne, su fiel compañera de trabajo Zelda (Octavia Spencer), afroamericana tratada como basura allí donde dirige la mirada, y Dimitri (Michael Stuhlbarg), médico digno de su juramento, logran burlar una compleja organización en nombre de la solidaridad y la justicia humana, allí donde mucho más humana que los individuos de poder que los rodean es la criatura del mar, poderosa e indefensa al mismo tiempo, símbolo de una pureza valiosa y que debe ser salvaguardada más allá de cualquier progreso deseable.
Guillermo del Toro, además de deleitarnos con numerosas referencias de nicho en el salón de Gilles, como la serie Mister Ed - The Talking Horse y sobre todo musicales menores de los años cuarenta con espléndidas divas del periodo como Carmen Miranda, Alice Faye y Betty Grable, en esta película convierte los símbolos en un canal potentísimo para llegar a la raíz de nuestra naturaleza, con un puente sin tiempo, frágil y mágico como la cáscara de un huevo.
Precisamente el huevo, desde siempre símbolo de vida, misterio y divinidad, será por ejemplo el anillo mágico que acercará a Eliza a la criatura, ofrecido como alimento en sentido absoluto, desde las entrañas de la tierra hasta el pensamiento más elevado de la amistad y el amor.
Entre las escenas más conmovedoras está precisamente aquella en la que la protagonista logra ganarse la confianza de la pobre criatura destrozada a través de la oferta de alimento y belleza, huevos y música, sonrisas silenciosas y pies preparados para tap.
Y aún, símbolo feroz de la sociedad americana de la época, ávida y materialista, son los dos dedos que la criatura arranca a su verdugo, el coronel Strickland (Michael Shannon) y que él obstinadamente se vuelve a pegar a la mano, manteniéndolos a pesar de la evidente y nauseabunda gangrena que los está devorando.
Eliza y la criatura de las profundidades, que con su fuerza misteriosa cura y regenera, lograrán también enamorarse de verdad, hacer el amor, alcanzar el huevo del mundo, ese que está cabeza abajo en las noches de cada uno de nosotros, cuando los sueños mandan sin pedir permiso y la oscuridad se enciende de luz al revés, lista para revelarnos quiénes somos realmente.
Sería hermoso recordarlo siempre al despertar, y que el despertar fuera tal, por los siglos de los siglos.

