La ceguera elegida: Dante y la pedagogía de la envidia

La ceguera elegida: Dante y la pedagogía de la envidia

Entre las pasiones humanas que más han inquietado a filósofos, teólogos y escritores, la envidia ocupa un lugar central y, sin embargo, muchas veces silenciado. No se trata de una emoción efímera, sino de una disposición del alma que, como advirtió Tomás de Aquino, “se entristece por el bien ajeno”.

En su Divina Comedia, Dante Alighieri ofrece una de las representaciones más intensas y simbólicas de la envidia, particularmente en el Canto XIII del Purgatorio, donde las almas que en vida fueron envidiosas son castigadas con una ceguera impuesta: sus ojos están cosidos con hilo de hierro. Esta imagen, tan brutal como reveladora, se convierte en metáfora del alma que rehúsa mirar con amor al otro, y termina condenada a la oscuridad.

Desde una perspectiva filosófica, la envidia puede entenderse como una forma de ceguera interior. El filósofo danés Kierkegaard la describe como “la admiración convertida en veneno”; es decir, cuando la conciencia no logra transformarse en reconocimiento del otro, sino en su negación. Dante parece coincidir intuitivamente con esta visión. En el segundo círculo del Purgatorio, donde se purgan los pecados causados por el amor dirigido al mal, los envidiosos caminan apoyándose unos en otros, como mendigos ciegos, sin posibilidad de ver la luz del cielo.

“ché a tutti un fil di ferro i cigli fóra
e cusce sì, come a sparvier selvaggio
si fa però che queto non dimora.”
(Purgatorio, Canto XIII, vv. 70–72)


“porque a todos un hilo de hierro les horada los párpados
y los cose así, como se hace con el halcón salvaje
que no permanece tranquilo.”


Dante utiliza la imagen del halcón salvaje, que necesita ser domado mediante la ceguera forzada, para mostrar que la mente envidiosa es incapaz de encontrar descanso.

El envidioso vive en estado de agitación perpetua, comparándose, juzgando, deseando que el otro fracase.

Sin embargo, en el Purgatorio de Dante, el castigo no es eterno ni vengativo. Se trata de una medicina del alma, una pedagogía del sufrimiento. La envidia, que había distorsionado la mirada, debe ser curada con la ceguera, obligando al alma a mirar hacia adentro y a sostenerse en la comunidad:

“Io vidi, e anco il mio maestro il vide,
l’ombr’una all’altra appoggiarsi tutta
per l’orbita, come ciechi a’ mendìe.”
(vv. 76–78)


“Vi, y también mi maestro lo vio,
a las sombras apoyarse unas en otras
por la acera, como ciegos que mendigan.”


Aquí, Dante introduce una visión compasiva del pecador: aunque ciegos, los envidiosos no están aislados, sino que se apoyan mutuamente. En su debilidad, surge un germen de solidaridad y humildad.

Filosóficamente, podríamos decir que la envidia nace donde falta el reconocimiento.

Según Hegel, el deseo humano no es solo de objetos, sino de ser reconocidos por otro.

El envidioso, en lugar de buscar el reconocimiento mutuo, niega el valor del otro para preservar su frágil autoestima. En este sentido, Dante nos ofrece un modelo de redención: curar la envidia no implica negar el otro, sino aprender a convivir con su existencia luminosa, sin sentirla como amenaza.

La envidia, tal como la retrata Dante, es más que un vicio: es una deformación del alma que impide ver con claridad.

El castigo que impone —la ceguera— no es otra cosa que la visualización simbólica del estado interno del envidioso, cuya mirada nunca fue limpia ni abierta al amor.

En un mundo contemporáneo saturado de imágenes de éxito y felicidad ajena —especialmente en redes sociales—, la lección de Dante no ha perdido vigencia: aprender a mirar sin resentimiento es un acto filosófico y espiritual esencial.

(Ilustración de Gustave Doré que representa a las almas de los envidiosos en el Purgatorio, Canto XIII de la Divina Comedia)