Mujercitas (nada pequeñas)

Mujercitas (nada pequeñas)

En una época en la que la identidad femenina navega entre los residuos muy reales del patriarcado y los excesos de un feminismo a menudo un pelín más de escaparate que real, esta película puede ser una inspiración para quienes buscan comprender el presente leyendo el pasado, sobre todo a través de quienes, como Louisa May Alcott, lo escribieron con voz de mujer.

Cuando te preguntes si vale la pena volver a ver una historia que probablemente conoces al dedillo, no lo pienses demasiado.

Porque revivir las páginas de este clásico, esta vez adaptadas a la gran pantalla por Greta Gerwig, será una experiencia distinta. Impactante para algunos, estimulante para otros.

Están, como siempre, Meg, Jo, Beth y Amy, Laurie y el abuelo rico/malhumorado/con corazón de oro. Están la guerra y la madre valiente, la tía March (magistralmente interpretada por Meryl Streep), el corte de pelo de Jo, el piano y la escarlatina de Beth, la pinza en la nariz de Amy y el matrimonio pobre pero feliz de Meg.

Como de costumbre, intentaremos identificarnos con una de las cuatro hermanas (con Jo en el 90 % de los casos, especialmente si elegiste esta cinta para una noche de verano, con una oferta aparentemente más tentadora —al menos en títulos— en las plataformas). Y, como siempre, recordaremos con nostalgia aquel momento en el que, sobre todo nosotras, las chicas, nos sentimos lo bastante mayores como para leer un “libro de verdad”, erróneamente clasificado como lectura para “señoritas”.

Las versiones anteriores, desde la de 1933 (inolvidable Katharine Hepburn como Jo), aunque celebraban sin duda el espíritu indomable de Jo March, todas coqueteaban con ese romanticismo edulcorado pensado para jovencitas. Nada más lejano a lo que probablemente movía la pluma de Alcott, una mujer excéntrica y formidable por su talento y valentía, cuya biografía merece ser leída.

En esta adaptación, veremos no solo a Jo, sino también a sus hermanas, afirmar con fuerza su personalidad, cada una a su manera.

Una con una descarada pasión por el lujo (Amy), otra por una vida íntima y doméstica, orgullosamente ajena a cualquier ambición social (Beth), y otra aún por la búsqueda de un matrimonio por amor, por encima de todo (Meg).

No importa cómo lo hagas, lo que cuenta es hacerlo: siendo coherente con lo que realmente deseas, sin dejarte influenciar. No necesitas ser Jo, basta con ser tú: la auténtica, la única, la verdadera, incluso si eso quizá no “conviene”. Eso es lo que parece decirnos la película de Gerwig, y ahí reside el mayor mérito de su trabajo.


Desde el punto de vista de la dirección, a veces puede parecer algo artificiosa, con esa constante alternancia entre presente y pasado, que quizá resulte un poco demasiado sofisticada. Pero eso, al final, importa poco: es el mensaje, claro y vibrante, lo que logra llegar incluso a quienes ya conocen perfectamente la trama, lo que convierte este largometraje en un excelente ejercicio de análisis y autoexploración, para quienes estén dispuestas a hacerlo.

Antes de abrir el libro, y sin duda antes de ver esta versión en el cine, conviene preguntarse quién escribió esta obra, en parte autobiográfica.

Louisa May Alcott, nacida en 1832, hija de Amos Bronson Alcott, filósofo trascendentalista, y de Abby May, ferviente activista por los derechos de las personas negras, tuvo como mentores, por ejemplo, a Ralph Waldo Emerson y Henry David Thoreau.

En su hogar no faltaba la cultura, pero —como ayer y como hoy— con ella no se pagaban las cuentas. Louisa tuvo que trabajar desde muy joven, igual que su heroína: fue maestra, institutriz, costurera y criada. Ella, sus hermanas y su madre trabajaban día y noche, y en su tiempo libre debatían sobre revolución, progreso y libertad, mientras otras se ajustaban el corsé.

Alcott, como nos recuerda claramente la directora al darle una nueva voz a través de su protagonista, vivió un profundo sufrimiento intelectual por culpa de la moral de su época: hipócrita y asfixiante, sobre todo para una mujer. Más aún para una mujer terriblemente libre, culta e inteligente.

Tuvo que ceder ante la presión del editor, por ejemplo, al construir un final de Little Women más o menos conforme a las expectativas del público de entonces (la heroína debía casarse o morir, en resumen). Y aun así, cedió solo hasta cierto punto: Jo no se casa con el rico Laurie, como quería el editor, sino con un hombre extranjero, pobre y veinte años mayor que ella —algo que hoy equivaldría a casarse con el raro del circo.

En su vida privada, sin embargo, la autora nunca se plegó a las normas impuestas por una sociedad machista y clasista que intentó doblegarla —sin éxito—, a pesar de que eso significara, en aquella época, caminar con una letra escarlata marcada en la frente.

El final de la película de Greta Gerwig nos lo susurra al oído, con amarga ironía, cuando justo después de la escena en la que teóricamente Jo corre hacia la estación, nos lleva a la imprenta, donde esa mujer pequeña pero inmensa, Louisa/Jo, en orgullosa soledad, abraza su único y verdadero amor.

Ahora sí, sus manos no volverán a estar vacías.