Volar sobre el nido del cuco

Volar sobre el nido del cuco

Cuando vi por primera vez "Alguien voló sobre el nido del cuco" (One Flew Over the Cuckoo’s Nest), tendría más o menos la edad de mi hijo pequeño hoy, es decir, entre trece y catorce años.
Ya era un clásico; me intrigaba y al mismo tiempo me asustaba, tanto por las temáticas que trataba como por su protagonista, ese Jack Nicholson con ojos de brasa que encarnaba a la perfección el mensaje audaz, tierno y desesperado de la historia.
Volver a verla hoy, junto a dos adolescentes, me ha sacudido profundamente. Probablemente más que entonces, a pesar de unas cuantas décadas a cuestas y de tanto mundo encima.
Explicar, o al menos intentar hacerlo, lo que cuenta, ha sido doloroso.

¿Por qué el protagonista no escapa, incluso cuando puede hacerlo?
¿Por qué, frente a la ventana abierta hacia su libertad —en más de una ocasión al alcance de la mano gracias a su genio desordenado—, “pierde el tiempo” con los “locos” que lo rodean y se condena a un destino terrible e injusto?
¿Por qué esa enfermera es tan cruel y manipuladora ante el sufrimiento de los demás?
¿Por qué algunos pacientes se internan voluntariamente en esa prisión y se dejan aplastar por un sistema que los apaga lenta e inexorablemente?

Estas son las preguntas naturales e instintivas que se hace un joven frente al relato magistral de Ken Kesey, publicado en 1962 y adaptado al cine por Miloš Forman en 1975.
Y probablemente son las mismas que me hacía yo, a esa edad, mientras la rabia me invadía incrédula ante el desenlace de esta historia, que se sigue sin apartar la mirada de los primeros planos magistrales de los intérpretes que la animan y la hacen tan verdadera y brutalmente humana que no puedes evitar sentirla hasta las entrañas.

Hoy, con una tristeza apenas disimulada, he intentado responder a esas preguntas.
El protagonista es impulsivo, desordenado e insubordinado, y sin embargo profundamente brillante, humano y empático.
A diferencia de quienes en teoría deberían cuidar de los enfermos —más o menos reales—, él siente sinceramente y vive con loca, imprevisible ternura, sus estados de ánimo, sin juicio y con esa ligereza atrevida que les falta dramáticamente a muchos de ellos, sobre todo para sobrevivirse a sí mismos.
No duda en arriesgarse para hacer lo que considera “justo”, aunque sea a su manera, incluso si no le conviene.
Es un diablo bueno, entre verdugos disfrazados de guardianes.
Verdugos más o menos conscientes que acabarán por aplastarlo, da igual cuánto valga él mil veces más que todos ellos.

¿Por qué vuelve atrás cuando oye un grito? ¿Por qué le importa tanto que un chico de poco más de veinte años viva una noche de amor?
Y entonces tú intentas explicar que a veces uno hace lo que no conviene porque es más fuerte que si mismo.
Porque la necesidad de honrar la libertad de pensamiento y de acción va más rápido que el sentido común.
Y, de forma instintiva, como padre, te viene decir que así uno puede hacerse mucho daño, porque las consecuencias, como en el caso de esta historia, pueden ser despiadadas.
Que a veces es mejor ser “listos” y no mirar atrás cuando delante tenemos una vía de escape, una oportunidad de “ocuparse de lo suyo”, independientemente de a quién dejamos atrás.

El problema es que, después de haberlo planteado así, te acuerdas del Gran Jefe y de la fuerza que encuentra en sí mismo precisamente gracias a la libertad y al coraje del loco McMurphy.
Y te da un poco de vergüenza tu explicación/advertencia, porque con tu sabia prudencia, también tú lo estás matando, al querido y loco Mac.

Este libro —y la película que se hizo de él— cuenta cuán frágil y preciosa es la libertad de ser demasiado humanos y fatalmente falibles, en el lugar equivocado y en el momento equivocado.
Invita a preguntarnos quién queremos ser frente a las injusticias, y cuánto estamos dispuestos a sacrificar para denunciarlas y combatirlas.

Ojalá que las décadas que llevamos encima, y todo el desencanto que se nos ha metido dentro, no sean piedras lo suficientemente aplastantes como para hacernos dejar de hacer fuerza por Mac.
Y, sobre todo, que no dejemos de preguntarnos, cada día, qué personas queremos ser cuando la injusticia y el sufrimiento de los demás nos gritan que no miremos hacia otro lado.